Regreso al barrio.

Octavio Hoyos
3 min readOct 28, 2021

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Puente de la calle 5 de Febrero y Viaducto. Octavio Hoyos Copyright 2021.

La vida está llena de recuerdos a cada momento y cada paso, la memoria es constante y en ocasiones se reserva esos detalles que vuelven a los ojos. Mi hija tuvo su primer trabajo de grupo de forma presencial y fue en la colonia Algarín, a unas calles del barrio que habité desde niño.

Volví a recorrer la colonia Asturias, sus calles con nombres de militares que después se volvieron políticos y que ahora nadie sabe quienes fueron. La colonia tuvo su estadio de futbol en 1936, tres años después su estructura de madera se consumió hasta las cenizas en una final entre el Necaxa y Asturias.

Algunos de los edificios cercanos también se quemaron y aun así siguieron siendo habitados; ahí vivía una amiga de mi madre. Doña Chelo “la china”, madre soltera de dos niños, Hoklam y Taikok; el primero, el famoso vago de la colonia, siempre involucrado en problemas. El edificio tenía notorios rastros de haber estado en medio de las llamas en su momento, ennegrecido en las paredes exteriores e interiores.

Caminé la misma ruta que hacía desde la calle de la Secundaria Técnica 13 al edificio de Marcos Carrillo, en el cuarto piso antes de la azotea en donde escuchábamos el ruido supersónico del famoso Concorde francés y corríamos a verlo pasar; “no te acerques a la orilla” nos decían. Se referían a esa barda de mínimos treinta centímetros que daban al abismo. Ahora todos los edificios han mutado, han tenido alguna remodelación exterior pero basta mirar hacia arriba y ver las mismas rejas para colgar ropa y tinacos de asbesto.

Los aviones gritan desde el cielo cada cincuenta segundos, uno tras otro. Observo, conozco a las personas pero el cubrebocas y la gorra evitan que me identifiquen… el chilaquil y el Mario, los hojalateros. El primero me llevó con la bola de amigos a jugar béisbol a la Magdalena Mixhuca; el segundo, siempre se refirió a mí como “el cuñao”. Las jardineras de Litógrafos en donde enterraban a las mascotas (seguro ahí sigue el “borracho”, el perro callejero que fue adoptado por la cuadra) ahora están llenas de basura.

La casa de la esquina que era de la madre del “arquitecto”, dueño del edificio dónde vivíamos sigue idéntica; con ese recorte de esquina con un pequeño balcón que en su mejor tiempo sólo podía vislumbrar una vieja vecindad en contraesquina. La señora después se hizo amiga íntima de mi madre y antes de fallecer le regaló un rebozo que presumía había pertenecido a la hija de Porfirio Díaz. La tortillería sigue igual, con el mal encarado de siempre; la papelería en donde concursaba en los torneos de Yo-Yo y Trompo. La tienda de abarrotes “La Crema y Nata” donde nos anotaba Don Roberto los productos que le fiaba a mi madre en pequeños rectángulos de cartón rígido sigue siendo un local ahora completamente enrejado. Lejos quedó el ver cómo hacían esas rebanadas de jamón frente a nosotros y que al quedar restos del embutido en la máquina lo tomáramos a pesar de estar ya rígidos.

La banqueta que logré subir por primera vez en mi patineta sigue ahí, sólo que con un moderno edificio de fondo. El cuartel de guardias presidenciales es idéntico, no ha mutado más que de pintura. Lo que antes eran escaleras ahora son rampas; las instalaciones del metro Chabacano que abarrotamos para ver a Arnold Schwarzenegger cuando filmó el Vengador del Futuro dejaron de ser futuristas y se ven más bien desatendidas.

Mi barrio sigue. Camino pasos que detallan escenas cambiantes desde hace años pero recientes al recuerdo.

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